Sería bueno que nos preguntáramos porque no ha sido posible el acuerdo, y que podemos aprender ahora algo que se materialice en opciones serias y realistas.
Tendríamos que preguntarnos si no hay más remedio que abandonarnos a la constatación clásica de Hobbes de que, el hombre es un lobo para el hombre, es decir que el adversario político es un enemigo cuya influencia debe ser neutralizada, con el que no hay nada que dialogar. En este caso nos vemos abocados que se favorezcan las alianzas ahorrándonos la cultura del encuentro.
La democracia que ahora disfrutamos es fruto de una generación que sufrió el horror del enfrentamiento fratricida, pero que aprendió en sus propias carnes que el camino no es anular el adversario.
El deseo de paz, de convivencia, e incluso perdón, hizo que los políticos de la transición fueran menos presuntuosos, muy abiertos al diálogo.
Es necesario que se encuentre espacio en nosotros, la experiencia elemental de que el otro es un bien para la realización de nuestra propia persona. Y esta experiencia se abrirá paso en la medida que descubramos nuestra necesidad de compañía, de construir juntos, de preocuparnos por el bien de los demás, de amar y ser amados, de abrazo en nuestro error y de significado en el dolor.
Lo contrario de esta conciencia es la ideología. Por eso es urgente desacralizar la política, nadie tiene poder mesiánico, o salvadores de los pobres. La política debe asumir el papel de el humilde de servidora de los ciudadanos.
El Papa Francisco con sus gestos públicos nos habla de diálogo, no de negociación, negociar el llevarse la propia tajada de la tarta común. El mejor modo para dialogar es hacer las cosas juntos. Construir juntos.
La aportación de los cristianos en el mundo pasa por esta cultura de diálogo. La actividad social y caritativa de la Iglesia pasa por esta cultura, Cristo ha dado la vida para reconciliarnos.
Vuestro párroco